Y en Egipto los coptos siguen en peligro, pese a los nobles esfuerzos del presidente Al Sisi, que intenta protegerlos. En Turquía, la impronta islamista-nacionalista del régimen de Erdogan significa hostigamiento para los pocos cristianos que allí quedan. En Nigeria, Boko Haram está menos activo (aunque más de 100 de las chicas secuestradas en 2014 siguen en paradero desconocido), pero otras milicias islamistas toman el relevo; en la violencia de los pastores fulani se mezcla la cristofobia con la milenaria rivalidad entre agricultores y ganaderos.
Las dictaduras socialistas de Hispanoamérica pisotean también la libertad religiosa. En Cuba, desde hace 60 años. Pero ahora también en Venezuela (asaltos a las residencias de los arzobispos de Barquisimeto y Caracas, entre otros desmanes) y Nicaragua (numerosas iglesias cercadas por la policía, asalto a la catedral de Managua, etc.), desde que los obispos plantaron cara a sus gobiernos bolivarianos. En Chile se han quemado muchas iglesias cuando la ultraizquierda tomó las calles a partir de octubre de 2019.
Llama la atención el contraste entre nuestra indiferencia a los sufrimientos de los cristianos y la atención dedicada a la persecución de los musulmanes rohingyás por el gobierno birmano. O a la de los yazidíes en el norte de Irak, a los que la prensa europea y norteamericana concedía más foco que a los cristianos, sometidos a idéntica persecución por Estado Islámico.
Y no se trata de minimizar las desventuras de yazidíes, rohingyás o budistas tibetanos. Pero sí de señalar el doble rasero, y lo que tiene de autonegación. Pues ignoramos a los nuestros, a los que comparten nuestra religión, o la que lo fue. En el siglo XIX, cuando el imperio otomano se debilitó, Francia, Rusia, Inglaterra y otras naciones competían por el título de “defensora de los cristianos de Tierra Santa”. En el siglo XXI, ningún país occidental (salvo Hungría, que ha creado una Oficina de Asistencia a Cristianos Perseguidos) quiere ser sorprendido en pecado de… parcialidad pro-occidental. No se puede defender a quien se parece a nosotros. El diferente siempre tiene prioridad. Es lo que Renato Cristin llama xenofilia, culto a lo ajeno; su contrapartida es la oikofobia: el odio al hogar, a lo propio.
En realidad, el occidental contemporáneo no entiende que los cristianos de Oriente Medio, la India o África sigan tomándose tan en serio su religión. Piensa en el fondo que los problemas de discriminación religiosa se solucionarían mejor con la receta que propuso Marx en La cuestión judía: mediante la desaparición de todas las religiones. ¿Por qué pagar un precio tan alto por mantener unas creencias anticuadas e irracionales?
Los cristianos orientales no gustan del empoderamiento trans, el matrimonio homosexual, las charlas pornográficas a niños de ocho años, el aborto… Tampoco se han secularizado: la práctica religiosa sigue siendo muy alta. Suelen tener familias sólidas y proles numerosas. Son la imagen de lo que hubiéramos podido ser de no producirse la revolución moral-cultural de los 60 y 70. Quizás por eso los ignoramos.
En realidad, nos incomodan con su maldita fidelidad. Son un reproche mudo contra la forma de vida que hemos escogido: “Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y […] nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida. […] Es un vivo reproche contra nuestra manera de pensar, y su sola presencia nos resulta insoportable. Porque lleva una vida distinta de los demás y va por caminos muy diferentes” (Sabiduría, 2, 11-15).