La noche más larga
Cuando quedamos tres, nos organizamos para que cada día uno de nosotros guiara a los demás en el rezo de una novena y dijera algunas palabras de aliento. Miguel era el tercero, pero lo mataron al segundo día de su turno.
En esos días, uno de los secuestradores empezó a hacer preguntas, Michael intentó explicarle nuestra fe cristiana. Llegado un momento, le pidió que le enseñara el padrenuestro y Michael se lo enseñó.
Tal vez los demás se enteraron de ello o el secuestrador mismo se lo contó, pero una vez -estábamos sentados con los ojos vendados- vinieron a buscar a Michael. Pensábamos que lo iban a soltar, que eran buenas noticias, no sabíamos que ese día lo iban a asesinar.
Esa misma noche, el jefe de la banda nos comunicó que habían matado a nuestro hermano y que también nos matarían a nosotros si no les pagaban el rescate a la mañana siguiente. Fue una de las noches más largas en nuestra vida. Por la mañana, nos llamaron y nos dieron nuestros móviles para que llamáramos a nuestros padres y nos despidiéramos de ellos antes de ser asesinados. Así lo hicimos y después regresamos a nuestra tienda, poniendo nuestras vidas en manos de Dios. Sin embargo, ese día no nos mataron.
El precio de la libertad
Tres días más tarde nos dijeron que nos iban a liberar. Sonaba demasiado bien para ser verdad: después de tantos días de cautiverio, de tanto dolor, deshumanización y palizas íbamos a ser libres.
Nos llevaron en bicicleta a un asentamiento abandonado. Allí nos abandonaron, indicándonos que camináramos hasta dar con un hombre que nos llevaría de vuelta al seminario.
Cuando se fueron, volvimos a percibir el frescor del aire, éramos libres. Encontramos al hombre y este nos llevó al colegio en su bicicleta.
En aquel momento, aún abrigábamos la esperanza de que Michael estuviera sano y salvo, pero al llegar al seminario, vimos que esperaban que estuviera con nosotros. Nuestros superiores se pusieron en contacto con los secuestradores y estos les dijeron dónde encontrar sus restos. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que había sido martirizado a sangre fría, siendo su único delito ser cristiano y seminarista católico.
No creemos que sea una coincidencia que nos liberaran cuatro días después de su muerte. Fue como si su sangre nos hubiera liberado: él pagó el precio de nuestra libertad.
Nos llevaron al hospital católico para recibir tratamiento y permanecimos allí una semana. Allí nos encontramos con el compañero que había sido liberado antes y que se estaba recuperando. Una vez repuestos, regresamos a nuestras respectivas diócesis, donde nos indicaron que nos preparáramos para continuar con nuestra formación, aquí en el seminario donde estamos ahora.
Nuestras familias se alegraron de vernos y dieron gracias a Dios por nuestra liberación. Cuando se enteraron de nuestra decisión de proseguir con nuestra formación no hubo recriminaciones ni intentaron detenernos. En realidad, todo lo ocurrido nos alentó, que Dios nos haya salvado quiere decir que tiene muchos planes para nosotros y que hay cosas esperándonos en este camino que hemos elegido, eso nos anima a seguir con nuestra vocación”.