Mauricio es un pequeño país de 1.865 kilómetros cuadrados, a saber, el equivalente de una cuarta parte de Córcega, pero con cuatro veces más habitantes. La isla tiene la particularidad de no contar con una población originaria, sino de estar habitada por africanos, europeos e indios. La variedad de religiones es tan diversa como la composición étnica: allí hay cristianos, musulmanes, budistas, hindúes… Todas estas son características que convierten la isla en un lugar sorprendente, donde las comunidades generalmente conviven en armonía, según asegura el P. Alexis Wiehe, oriundo de la isla pero ahora párroco de la catedral de Toulon en Francia. “A veces hay tensiones, por supuesto, pero nos llevamos bien”, dice satisfecho. “¡Nuestra pequeña sociedad insular podría ser presentada como ejemplo de concordia entre comunidades!”.
Las “tensiones” entre los grupos religiosos a las que se refiere el sacerdote salieron a relucir especialmente a raíz de la independencia del país (12 de marzo de 1968). “Durante ese complicado período, la Iglesia Católica ejerció un papel conciliador. Y entonces, como ahora, desempeñó un papel social de primer orden en el país”, explica. No obstante, representa a una minoría -alrededor de una cuarta parte de los mauricianos son católicos-, y su influencia está disminuyendo.
Las vocaciones religiosas atraviesan una crisis, y con excepciones de algunas comunidades, como la Chemin Neuf que lleva ya 25 años, la Iglesia Católica está perdiendo fuerza.
“El mauriciano no ha dejado de ser religioso, pero esta religión está desgarrada”, explica el P. Wiehe. Los cristianos, principalmente de cultura criolla, están imbuidos del vudú. Creen en el poder de los hechiceros, y eso marca profundamente su forma de practicar la religión. Su fe se mezcla con el miedo a los espíritus y las supersticiones.