Además de los asesinatos y la vida como desplazado, Chico también ha experimentado otro de los dramas del conflicto: La desaparición de seres queridos y las separaciones de las familias. Su madre de 95 años, que vivía con una hermana, desapareció durante un ataque:
“Fui yo mismo a esa zona a buscarla, pero no encontré ningún cuerpo, ni su ropa. No había nadie que supiera de ella. Comprendí que no volvería a ver a mi mamá.”
Después de muchas zozobras, Chico se reunió con su mujer en Pemba, donde viven ahora. Las dificultades fueron inmensas. Trató de unir a la familia, pero en Pemba las condiciones son difíciles y no tienen medios para tener a sus hijos con ellos. Duermen en un patio trasero, que una buena señora, Doña Rosalina, les ha cedido, al aire libre, bajo lonas de plástico para protegerse de la lluvia. Sus hijos están repartidos en diferentes sitios, uno en Chiure, otro en Nampula y dos en Montepuez. Chico tiene un sueño: poder construir algún día una casa para reunirlos de nuevo a todos.
“Ya tenemos dos camas, luego conseguiré hacer una habitación y algún día espero tener un hogar para mi familia. Es lo que más deseo”.
“Antes de que empezara todo esto, luché para que mis hijos crecieran mejor de lo que yo crecí. Nací en la época de la lucha armada contra el colonialismo, luego siguió la guerra civil. La guerra y la lucha armada duraron más de 16 años. No tenía mucho dinero, pero trabajé muy duro en el campo para poder mantener a nuestros hijos. Vivía muy cerca de la misión y todos mis hijos asistían a la escuela. Tuve que trabajar duro para ello. Cosechamos calabaza una vez al año”, explica el mozambiqueño. Como la mayoría de los habitantes de la zona, Chico tenía unas tierras donde sembraba. Al principio pensó seguir cuidando la tierra, incluso después de la invasión terrorista, porque el cultivo era la única fuente de supervivencia, se arriesgó a ir una vez a preparar el terreno para el cultivo, pero después no ha podido volver.