Hoy recordamos con cariño a Santa Teresa de Calcuta, su ejemplo aún conmueve al mundo y sus esfuerzos por dar dignidad a los más pobres y desvalidos han sido seguidos por muchos que fueron tocados por su ejemplo.
Sin embargo, queda mucho por hacer y las imágenes que impulsaron a Santa Teresa a dedicarse a los sufrientes, siguen en nuestra vida diaria. No sólo en la India. Hay muchos lugares en el mundo que necesitan de la generosidad, del cariño, del tiempo que podamos dedicarle a quien lo necesita.
ACN no es indiferente a este dolor y con nuestra labor damos a conocer las necesidades espirituales y humanas de los cristianos perseguidos y de todo aquel que necesite de una mano amiga.
Es el legado que nos dejó nuestro fundador hace ya 70 años. Uno de los viajes que más impresionó al padre Werenfried, fue precisamente su recorrido por India. Y lo hizo junto a Santa Teresa de Calcuta, pero dejemos que él nos cuente lo que vio.
A continuación un extracto del libro ” Me llaman Padre Tocino”, escrito por el mismo Padre Werenfried, donde relata su encuentro con la Madre Teresa en India:
El encuentro con la Santa y sus “pequeños”
“Después, Calcuta, Ciudad ardiente de la India que cuenta millones de almas. Un millón de los sin techo viven, duermen y mueren en las calles. Cientos de miles, en su mayoría refugiados del Pakistán, ocupan las aceras donde han construido minúsculas cabañas que se apoyan en los muros a lo largo de varios kilómetros. Las cubiertas están en declive. La altura de las casetas es, todo lo más, de un metro veinte. Por delante de esa especie de perreras, va una reguera de agua parduzca. En esa agua los miserables se lavan, hacen sus necesidades… y juegan los niños. Seres humanos en el arroyo. ¡Criaturas de Dios devaluadas!
Allí tampoco hay alimentos ni trabajo, nada. De una población india de cuatrocientos millones de almas, las tres cuartas partes están insuficientemente alimentadas. Las únicas que tienen la vida fácil son las vacas sagradas. Se pasean tranquilamente por las calles, estorban la circulación, entran en las tiendas de legumbres y comen todo lo que está a la vista, pero a nadie se le ocurriría echarlas o matarlas. Y el pueblo muere de hambre. ¡Hay casas de retiro para las vacas, pero no las hay para los hombres!
De los hombres sólo se ocupa la Madre Teresa. Se ocupa de los enfermos, de los moribundos… Y de los recién nacidos que encuentra todas las mañanas en los montones de basura. Le hice una visita en la casa de los muertos. Junto al templo de la diosa Kali, servía esta casa en otro tiempo para la prostitución cultual: ahora sirve de refugio a los moribundos desamparados. En el dintel de la puerta se lee: «Refugio de los moribundos abandonados».
Las Hermanas y las ayudantes de la Madre Teresa recorren las calles recogiendo a los moribundos y los llevan en una camilla a la casa de los muertos. En el momento de mi visita había ciento veintisiete. Las camillas están tocándose en seis largas filas. Yacen en ellas, esperando la muerte, esqueletos recubiertos de piel desecada. Ojos negros, inmensos, calenturientos, me miran fijamente. Pero la Madre Teresa está con ellos, lo mismo que sus auxiliares. Para los moribundos es tal vez el primer encuentro con el amor desinteresado. La Madre Teresa es albanesa y vino de Yugoslavia. Hace treinta y siete años que está en la India. Fundó, hace quince años, una Congregación que se ocupa únicamente de los más desvalidos y de los más abandonados. Cuenta hoy la Congregación ciento veinticinco religiosas, seis de las cuales son europeas.
Entre ellas, una joven de Friburgo. Hace cuatro años prediqué en aquella ciudad. Después del sermón la joven quiso hablar conmigo y me dijo que deseaba consagrarse a Dios y dedicarse a los más pobres. Me pidió consejo: ¿A dónde debía ir? De momento no supe qué contestarle. Le prometí rezar para que Dios la inspirara y le sugerí que pidiera consejo a alguien que la conociera a fondo. No había vuelto a saber nada de ella. Pero nos reconocimos en la casa de los muertos. Hacía año y medio que estaba al servicio de los más pobres… En el transcurso de estos últimos años han pasado por la casa más de doce mil moribundos que han recibido un poco de amor. Porque más que la camisa, el sari, la escudilla de arroz, endulza e ilumina sus últimos momentos la solicitud maternal.
Los cristianos hemos fallado
En Calcuta bauticé a un niño que se estaba muriendo en brazos de una madre de dieciséis años, musulmana. No soy sólo un mendigo, sino ante todo un sacerdote que se siente feliz cuando puede bautizar a un niño. Aquel acto pasó inadvertido. Puse al moribundo el nombre de Werenfried. Diez minutos más tarde expiraba. Acompañé a los hombres que se lo llevaron. Al llegar a un cercado próximo al templo de Kali, nos detuvimos. Había diecisiete zanjas en las cuales ardía un fuego de leña. Por cada cadáver hay que pagar cuarenta rupias para la leña. Los que son ricos pueden comprar también un bidón de petróleo para apresurar la combustión. Sin petróleo suele durar unas tres horas. Acostaron al niño en el suelo junto a otros cuerpos en espera de que quedara un fuego libre. Justo cuando llegamos, acababan de echar en una de las hogueras a un hombre que había sido atropellado por un tranvía. Sus parientes esperaban con paciencia, charlando. Unos niños jugaban con huesos humanos. Una vaca sagrada que se paseaba entre las zanjas se acercó a oler al niño muerto. De vez en cuando se oía una detonación sorda: acababa de estallar un cráneo. Cuando un cadáver está ya incinerado, recogen las cenizas y las meten dentro de una vasija que echan al río, a dos pasos de allí. Con los pies descalzos dentro del río juegan unos niños con el barro y las cenizas…
En este escenario el hombre no es más que un jirón de carne, un montón de huesos y un puñado de cenizas: nada más. ¿Cómo es posible que después de varios siglos de contacto con el cristianismo, ese pueblo sea todavía tan poco cristiano? Porque nosotros, cristianos, hemos fallado vergonzosamente en nuestra tarea de caridad y de generosidad fraterna y sobre todo nosotros, pueblos cristianos que durante varios siglos como potencias coloniales, hemos sido responsables del desarrollo de la educación y de la formación religiosa de los países llamados subdesarrollados. Ya sé que no somos responsables personalmente de las culpas de nuestros antecesores, pero sé, no obstante, que sí lo somos de la actual misión de asistencia que nuestros predecesores de la época colonial no pueden ya proporcionar y que, por lo tanto, nos incumbe a nosotros.
He estado en esos países donde las ratas morirían de hambre si no tuvieran más comida que la que tienen los seres humanos. En algunas regiones, de mil niños mueren cuatrocientos antes de cumplir el año: mueren de hambre. Parece ser que en Nueva York la televisión transmite cursos para enseñar a hablar a los loros; pero seiscientos millones de niños no tienen escuelas ni profesores. Están condenados al analfabetismo para toda la vida. En otros sitios, la mitad de la población no llega a los quince años. Dos tercios de la humanidad padecen hambre. Mañana los carros de la basura pasarán por delante de vuestra casa y recogerán los desperdicios de la cocina. Mañana, en Calcuta, recogerán los cadáveres de los que habrán muerto durante la noche. Cuando un automóvil atropella a un perro, los chiquillos se precipitan sobre el botín y se disputan los pedazos de carne.
Hace veinte años que trabajo para la Ayuda a la Iglesia que Sufre. En el transcurso de estos años he visto mucha miseria y mucho dolor. Pero no había asistido nunca a escenas semejantes. Debo decirlo. No sé cómo podremos resolver tan terribles problemas. Lo que sé es que debemos hacer todo lo posible para lograrlo. Todo. Sé que nuestra Obra tiene una misión que cumplir: porque se trata de refugiados o de la Iglesia en peligro. Porque también allí está en juego el porvenir del comunismo y del cristianismo.
Hay en la Sagrada Escritura una frase trágica: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron-o No había sitio para Él, porque los «suyos- no tenían caridad. Tal es la oculta raíz de las guerras y de las destrucciones, de la injusticia y del desorden. Sin Cristo, todo va por mal camino, porque Él es el jefe que tiene que guiar a la humanidad. Pues bien: Cristo no está presente sino donde está la caridad.
Por tanto, por favor, restauremos en nombre de Dios el amor que le abre las puertas y los corazones. Los seres humanos nos pertenecen unos a otros, todos a todos. Y también a los pueblos primitivos de los países subdesarrollados y a los dos mil millones de hambrientos esparcidos por el mundo: el niño abandonado en el montón de basura, la afligida madre del pequeño Werenfried bautizado por mí, el chino viejo de la botella de matarratas, los refugiados de los juncos de Hong-Kong, las jóvenes coreanas ávidas de saber y que, para poder comer, se entregan a los americanos, y los traperillos que no quieren seguir robando. Nos pertenecen, como nosotros les pertenecemos a ellos. Debemos amarnos y ayudarnos, como San Martín. Iba a caballo. Un pobre lo interpeló para pedirle limosna. Entonces, desplegando su capa, la cortó en dos pedazos con su espada y dio la mitad al pobre. ¡La mitad, lector! Y aquel pobre era Jesucristo. Todo pobre es Jesucristo.”
CONOCE NUESTROS ACTUALES PROYECTOS DE AYUDA EN INDIA, HAZ CLICK AQUÍ